21/2/12

ANIVERSARIO STEFAN ZWEIG

MENDEL EL DE LOS LIBROS
STEFAN ZWEIG
Trad.: Berta. Vías  Mahou
Ed. Acantilado, 2009
5ª Reimpresión, 2011

 Stefan Zweig (Viena, 1881- Petrópolis, Brasil, 22 de febrero de 1942) prolífico escritor, articulista, ensayista y biógrafo austriaco.  Vivió entre dos mundos, el pre-bélico, victoriano  e imperial, y el destrozado, humillado y desnortado que supuso la segunda guerra mundial y a la que no llegó a sobrevivir, por su muerte (aparentemente, un suicidio, aunque cabe la posibilidad de que fuera asesinado) en su exilio brasileño. La obra de Zweig, extensísima, comprende la parte novelística, de ficción y la obra biográfica e histórica, que desarrolló de un modo muy personal, además de algunas breves incursiones en la poesía y el drama. Dentro del apartado ficción, los relatos breves ocupan un lugar destacado. Zweig  sabía transmitir en pocas palabras todo un mundo. Y lo hacía de un modo elegante y  sutil.
Es éste un relato breve, en el que el talento de Zweig brilla como cristal pulido. En qué poco espacio nos dice tanto. Un relato que nos habla de la memoria, del recuerdo, del valor que damos a las cosas de la vida y a las personas. Y un relato que habla del valor de los libros, puesto que el protagonista es casi un hombre-libro, una biblioteca andante. Un hombre que vive de y para los libros y cuya vida, desgraciadamente, choca y estalla contra esa otra vida, la real, la de todos los días, esa vida en la que nos empeñamos en discriminar, ofender y matar unos hombres a otros; una vida en la que las razones apenas cuentan, en la que triunfa la injusticia y el desamor.
El narrador –que podría ser el propio Zweig- apenas nos dice nada de sí, salvo que con los años y los dramas vividos su memoria flaquea. Pero al entrar en un café viene a caer en la cuenta de toda una historia. La historia de un hombre cuya vida estuvo ligada a los libros y al ser sustraído violentamente de ellos, pierde su razón de vivir. Mendel –el de los libros- era un librero de viejo,  un judío ruso que se afincó en Viena y comenzó a comprar y vender libros, haciéndose famoso entre estudiosos, y hasta entre coleccionistas de alto nivel, por sus amplísimos conocimientos, su prodigiosa memoria y capacidad para encontrar los más raros especímenes de libros.

Apalancado en una mesa –siempre la misma- del Café Gluck de Viena, donde de facto situaba su oficina, Mendel iba recibiendo allí a sus clientes, enviando correos, entrevistándose con unos y otros, y sobre todo, mirando y remirando sus libros sin levantar cabeza de ellos. El mundo exterior no le interesaba, no sabía nada de él: fluía junto a él como un ruido sordo. El hecho de poder tener un valioso libro entre las manos – nos dice Zweig- significaba para Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer. Aquellos instantes eran sus noches de amor platónico. Aquello rozaba la locura, era una monomanía sublime.

Lo cierto es que Mendel vivía en una “burbuja”, protegido por el dueño del café, que le profesaba una admiración casi religiosa, por algunos grandes coleccionistas que le ayudaban económicamente, y disfrutaba una serie de privilegios que, dentro de su restringida vida, le permitían sobrevivir y desarrollar su actividad sin moverse del  pequeño espacio que ocupaba. El narrador recuerda sus encuentros con Mendel en el rincón  reservado para él en el Café Gluck. 

Pero han pasado muchos años, ha pasado una terrible guerra, y un buen día el narrador retorna al café de antaño por casualidad. Por lo pronto, sólo se da cuenta de que allí hay algo que falta; después recuerda qué: Mendel. Y nos cuenta la historia. Pero llega un punto en que no sabe seguir. Pregunta en el café, pero ha cambiado el dueño y allí nadie sabe quién es ése por el que tan insistentemente quiere saber. Finalmente viene a ser la vieja limpiadora de los aseos, la única que aún mantiene el recuerdo del viejo librero. Y es ella la que ha de contarle los tristes sucesos que acarrearon la muerte del bibliófilo, tras ser detenido en tiempo de la guerra, e internado en un campo de concentración para indocumentados y extranjeros (¡judío y ruso!). Y curiosamente, lo que la vieja limpiadora analfabeta ha guardado como recuerdo suyo es un libro olvidado, un memorable ejemplar que ella es incapaz de leer, pero que conserva como un tesoro: el tesoro de un hombre al que admiraba, al que servía gustosa y al que consideraba un gran hombre. Paradójicamente, el narrador, hombre de letras, ha tenido que accidentalmente aparecer por el café para con dificultad, acordarse de aquel gran hombre, cuya existencia había desaparecido por completo de su mente en todos estos años. ¿Para qué vivimos, -se pregunta el narrador- si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?

Reseña publicada en: http://www.la2revelacion.com/?p=2788

19/2/12

¿SALVAJES O CIVILIZADOS?

T.C. BOYLE
Trad. Juan Sebastián Cárdenas
Ed. Impedimenta, 2012

Thomas Coraghessan Boyle (Peekskill, Nueva York, 1948) está considerado uno de los más importantes narradores americanos del momento. Se licenció en Inglés e Historia por la Universidad de Nueva York en Postdam, y se especializó en Literatura del siglo XIX en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa, donde terminó su primer libro de relatos, Descent of Man (1979). Más tarde publicaría Greasy Lake (1985), If the River was Whiskey (1989) y Without a Hero (1994). En 1999 recibió el premio Pen/Malamud por su volumen de relatos T. C. Boyle Stories. Entre sus novelas cabe destacar Música acuática (1981), que narra las aventuras del explorador escocés Mungo Park, descubridor del curso del río Níger; El fin del mundo (1987), que le valió el premio Pen/Faulkner; El balneario de Battle Creek (1993), exitosamente adaptada a la gran pantalla; The Tortilla Curtain (1997), galardonada con el Prix Médicis Étranger a la mejor novela publicada en Francia ese año; Drop City (2003) y The Women (2009), que narra la vida del arquitecto Frank Lloyd Wright a través del testimonio de cuatro de las mujeres que pasaron por su vida. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad del Sur de California. Sus obras han sido traducidas a más de una decena de idiomas, y sus relatos han aparecido en las más prestigiosas publicaciones del género en lengua inglesa, como The New Yorker, Harper’s Bazaar, Esquire, The Atlantic Monthly, Playboy, The Paris Review, GQ, Antaeus, Granta y McSweeney’s. Actualmente vive cerca de Santa Bárbara con su mujer y sus tres hijos.


Quizás por ser un tema muy conocido, quizás porque hay una película homónima (la de Truffaut, en 1969) que también ha tratado ―y muy bellamente― esta historia, parece que al pasar las páginas de El pequeño salvaje de T.C. Boyle, volvemos a encontrarnos en un lugar ya familiar. Inevitablemente los que hemos visto la película nos vemos mediatizados por el recuerdo, e incluso el propio autor reproduce escenas que nos llevan directamente a  momentos del filme. Pero la historia contada por Boyle ―publicada en 2010 en América― diverge de la contada por Truffaut, más poética; probablemente la de Boyle se acerque más a una especie de reportaje histórico que a una novela. Tanto el escritor como el cineasta basan su relato en unos hechos reales: el niño salvaje existió, como existió Kaspar Hauser en Alemania, también llevado a la pantalla grande, y existieron otros salvajes encontrados en diversas partes del mundo.

La cuestión es que el niño salvaje encontrado en L’Aveyron, (Francia), cuya vida y tratamiento educativo es el tema del libro, ocurrió en 1800, finalizada la etapa del Terror revolucionario y Napoleón acaba de vencer en Marengo y será próximamente cónsul vitalicio. Las teorías contrapuestas de Rousseau y las de Hobbes están aún en boca de los tertulianos de los salones,  y muchos investigadores y científicos trabajan sobre el tema del aprendizaje, tanto en niños como en sordomudos o en discapacitados de alguna clase.
Tras varios avistamientos fugaces en años anteriores, en los que el niño acababa siempre por escapar de sus perseguidores, finalmente es capturado, como si de una bestia se tratase ―y ciertamente lo era― y llevado ante las autoridades, entre la agitación y curiosidad del pueblo, como un fenómeno de feria. Después de un tiempo en un orfanato, donde a la pequeña bestezuela no había modo de domeñarla, causando graves problemas a sus educadores/guardianes,  fue trasladado a París, a una escuela para niños sordomudos, ya que en principio le tomaron por tal.  Allí quedó a cargo de Jean-Marc-Gaspard Itard, un médico de 26 años, al que le interesaba la investigación sobre el alma humana. El muchacho era, escribió Itard, «un niño desagradablemente sucio... que mordía y rasguñaba a quienes se le acercaban, que no demostraba ningún afecto por quienes lo cuidaban, y quien era, en síntesis, indiferente a todo lo atento a nada» (Harlan Lane, El niño salvaje de Aveyron). Lo cierto es que Itard trabajó durante cinco años con el niño, sufriendo lo indecible, y gratificándole pequeños éxitos, como el aprendizaje de las letras y de algunas palabras, así como la adquisición de unas elementales costumbres civilizadas.
Por las características concretas del niño/adolescente, del que no llegó a saberse su origen pero del que por alguna razón alguien (¡bonita humanidad!) quiso deshacerse de él cortándole el cuello y abandonándolo en el bosque, el niño no consigue avanzar, no consigue dar esos pasos que le convertirían en uno más de la familia humana. ¿Y en qué consiste esa naturaleza humana de la que los filósofos han estado discutiendo desde que comenzó la filosofía? ¿Cómo, por qué proceso nos integramos en esta familia humana? Porque no sólo se trata de cómo nos integramos en las costumbres y usos de cada país o cultura, sino simplemente, cómo nos civilizamos, como adquirimos un lenguaje y nos comunicamos con nuestros semejantes, y un pensamiento simbólico, conceptual, habilidades sociales y físicas, en fin.

Victor, el niño salvaje del que se habla en esta historia no es equivalente a un niño de una tribu de las que llamamos aborígenes o por el estilo. No, este niño es más asimilable a un animal. Un lobezno, completamente inmerso en el lado natural de la especie humana, a la que por sus genes pertenece. Y aquí he llegado al quid: ¿son los genes los que determinan que crezcamos como humanos, que desarrollemos un lenguaje, un pensamiento conceptual y simbólico? ¿O es la sociedad la que nos acoge y enseña esos comportamientos y hábitos? ¿Nacemos con conceptos morales o los adquirimos? ¿Percibimos ideas religiosas? ¿Qué depende de los genes y qué de la educación? ¿Podemos adquirir estas habilidades de modo aislado? Podríamos decir, para salir del paso, que mitad y mitad. Pero el asunto es bastante más profundo y largo. Ríos de tinta se han vertido sobre el tema y no es éste el lugar. De un modo u otro, la aparición de este niño fue recibida como una posibilidad de experimentar y buscar la respuesta a todas o algunas de estos interrogantes. La investigación llevó sólo a respuestas parciales. Porque las condiciones no eran las ideales, porque se desconocía lo que había ocurrido con el niño antes de ser abandonado en el bosque, si tenía alguna tara congénita o alguna incapacidad, en fin, lo cierto es que el resultado no fue exitoso.
T.C.Boyle nos muestra en su relato la parte salvaje y la parte humana. Los atisbos de humanidad mezclados con los de animalidad que dominaban en el comportamiento de Víctor, las reflexiones del maestro Itard, los ejercicios a los que somete al niño y su rebeldía ante ellos; y también la  otra parte humana, la emocional: la relación con la señora Guérin que ayuda al maestro ocupándose de la alimentación, la limpieza, el cariño y la calidez que una mujer inculta y simple podía darle a un niño que también lo era y que entendía las manifestaciones de cariño pero no las del intelecto. Víctor era como un lobezno al que se acaricia y se alimenta. Agradece el mimo, pero de pronto se le despierta el instinto ancestral y aúlla o muerde.
En general, el tono del texto es, como dije, más de reportaje histórico novelado e incluso científico, en los pasajes donde desarrolla los ejercicios y pruebas a los que somete Itard a Víctor (llegado un punto decide llamarle así, por su reacción ante el sonido O); sin embargo, hay pasajes de gran belleza que recuerdan ―es inevitable―a la película, sobre todo aquellos momentos en los que el niño se reencuentra con la naturaleza. Y en el capítulo penúltimo, al contar la huida de Víctor por las calles de París, desembocando, cómo no ―la comida, principal interés del niño―, cerca del Mercado de les Halles y el reencuentro con Madame Guérin, Boyle emplea un lenguaje más subjetivo, describiendo las sensaciones del niño, la angustia y miedo que le dominaban, cuando se lanza en una desesperada carrera, buscando el antiguo medio natural, que no encuentra.
Lectura interesante y muy atractiva, de un autor que ya ha demostrado sobradamente su maestría literaria y su interés por novelar hechos reales. La presentación exquisita, con ese toque de libro antiguo que Impedimenta tiene como sello habitual, y una  buena traducción, hacen un conjunto de lectura obligada.

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