11/12/11

¡¡A NAVEGAR, A NAVEGAR !!

LA FRAGATA LIGERA
LUIS DELGADO BAÑÓN
Ed. Noray, 2011


Llegamos por fin a cumplir la segunda decena de la Saga Marinera Española, de Luis Delgado Bañón, (Murcia, 1946), prolífico escritor, investigador histórico y marino profesional en situación de retiro, autor del que ya hemos comentado sus novelas en diversas ocasiones. Cuatro generaciones de marinos Leñanza han pasado por estas páginas para contarnos sus aventuras a la par que la historia española: desde el pobre galeote de Fuentelahiguera de Albatages, en pleno siglo XVIII que descubre el mar con grandes penalidades, pasando por su hijo Francisco, Gigante, que, por medios poco ortodoxos consigue entrar en el Cuerpo de Guardiamarinas  pero desarrolla por propios méritos una magnífica y honorable carrera que concluye en la batalla de Trafalgar donde entrega la vida con sangre y honor; tomando el relevo en el relato Santiago, un segundo Gigante, que vive aventuras americanas y europeas, en mar y guerra, adquiriendo honor en diversos lances para continuar la tradición familiar, hasta que, en esta narración de nuevo un Francisco, al que apodan Pecas, se incorpora a la mar mientras el padre está en situación, primero de destierro, ―por apoyar posiciones contrarias a los deseos reales― y luego de cuartel en la Península, revuelta por un continuo movimiento de protestas y alzamientos militares, ante el desastroso gobierno absoluto de un rey supuestamente deseado. Sin embargo, el padre encuentra una manera gozosa de pasar esos años en feliz compañía que le resarce de otras desgracias, mientras el hijo navega por el Caribe, en busca de aventuras y honor, ansioso de ver mundo, a bordo de la fragata Ligera.

¿Qué pasa en España, mientras tanto? Fernando VII, gobernante absoluto, instalado en el trono tras la guerra de Independencia, ha de soportar una larga lista de pronunciamientos militares, y finalmente accede ―de mala gana― a aceptar la Constitución de 1812 y las limitaciones que ésta le impone en el gobierno de la nación. Pero con una bala en la recámara: en cuanto pueda, retomar el poder. Ello sucede al fin del llamado trienio constitucional, a lo largo del cual los gobernantes liberales aprovechan para tomar una serie de medidas, quizás por tan ansiadas, aplicadas con demasiada rapidez y rotundidad, no asimiladas por las fuerzas vivas y reaccionarias como diversas limitaciones a la autoridad real y eclesial (¡con la Iglesia hemos topado, Sancho!),  en una etapa en la que, superado el periodo revolucionario, en Europa volvían a restaurarse los monarcas absolutos ―la Santa Alianza― y España parecía entrar en un proceso peligroso que había que frenar.
El propio ruedo político español se hallaba terriblemente dividido: los liberales se enfrentaban entre sí en diversas facciones, y los absolutistas también, aunque probablemente éstos se unieran antes que aquellos, con el resultado que conocemos: el aplastamiento por parte de Fernando VII del intento liberal de democratizar y racionalizar la política, el popular « ¡vivan las caenas, y a poner el cuello para que nos lo pisen, que resulta más soportable que ejercer la libertad. Por descontado, una vez que el rey, ayudado por los llamados «cien mil hijos de San Luis» que cruzaron la Península en olor de multitudes, saludados casi como libertadores en vez de cómo invasores, volvió a tomar las riendas del poder, se aplicó inmediatamente a la tarea de deshacer todo lo que se había hecho en esos tres años, una tradición muy española, por desgracia: derogó las leyes, destituyó los cargos, fusiló a cantidad de oponentes y encarceló o desterró a los restantes que no habían tenido tiempo de escapar.  
Y mientras en la Península  discutían y enfrentaban entre sí las fuerzas políticas y sociales, descuidábase la mar, y por tanto la ultramar: las posesiones americanas, reclamadas para sí por las fuerzas independentistas, aprovechaban la debilidad metropolitana y las guerras intestinas que políticos de una u otra facción llevaban a cabo, para avanzar posiciones y ganar terreno, que ya no se iba a recuperar. La Real Armada seguía bajo mínimos, sin pertrechos, sin material, caudales y personal humano. Las tripulaciones por debajo de lo imprescindible, frenada la construcción naval y muchos oficiales pasando necesidad por ausencia de paga. En este oscuro y desalentador panorama se enmarca la acción de la novela, dividida en tres partes diferenciadas por el narrador y el escenario.

En la parte primera del libro, tras un capítulo en el que se hace resumen de las andanzas marineras y terrestres de los Leñanza en las distintas generaciones, el autor nos pone en antecedentes de la situación que vive España hacia el año 20 del siglo XIX, por medio, entre otras cosas, de una interesante conversación entre el general D. Cayetano Valdés, recién nombrado Ministro de la Guerra, con el jefe de escuadra Santiago Leñanza, en el Palacio madrileño de los Montefrío. Conversación que destila malos augurios de futuro.
En la segunda y central parte del libro, la acción pasa a Francisco, Pecas. El hijo de Santiago Leñanza toma la palabra y nos narra, con la ilusión y entusiasmo de sus dieciséis años, la navegación hacia Tierra Firme ya como alférez de fragata, el bautizo de sangre y fuego con la primera batalla, frente a las costas venezolanas y las complicaciones que se derivan de los pobrísimos medios de que se ha de valer la pequeña escuadra que encabeza la fragata Ligera, comandada por el capitán D. Ángel Laborde, frente a los insurgentes independentistas que, ayudados por las potencias anglosajonas, les presentan batalla tanto en tierra como en la mar.  
La fragata Ligera proviene de las últimas aportaciones rusas a la Real Armada, por lo que todos dudan de la estructura y  seguridad del buque, puesto que los navíos negros  han demostrado ser un completo desastre. Aun así la fragata es marinera, y su presencia impone un respeto en la zona, llamándola capitana de las aguas venezolanas. La narración del combate nocturno frente a Puerto Cabello, en el que Francisco toma parte activa, atrae poderosamente y mantiene muy bien la tensión y el dramatismo. En la campaña en Tierra Firme la Ligera realiza varias acciones victoriosas colaborando Armada y Ejército, aunque con ciertas discrepancias y tensiones, hasta que la pobre fragata, que tiene los días contados, debe derivar a un punto final.
En la tercera y última parte del libro retoma el relato Santiago de Leñanza, que tras plácidos días de intimidad y aislamiento, ve como los últimos acontecimientos trastocan vida y proyectos hasta el punto de temer por el inmediato futuro. La invasión francesa, la huida del gobierno hacia al sur, la separación familiar, toda esta parte nos mantiene en vilo, porque las novedades van sucediendo vertiginosamente. Por otra parte, la situación personal de Santiago cambia de repente, a la vez que la política deviene peligrosa y dramática, decepcionante para una persona de honor, que se siente incapaz de aceptar que el rey al que sirve falte a la palabra dada.

Destila el texto no tanto tristeza como en otros casos, a causa del deterioro de la Real Armada y del país, sino cierta agresividad, franco enojo por la posición claramente traicionera de un monarca que piensa más en sí que en su pueblo; apreciándose un lenguaje bastante más subido de tono entre los oficiales, comprensible, pero a veces demasiado contemporáneo, mientras que el lenguaje general de la narración se mantiene dentro de los cánones y las expresiones habituales de la época, cosa que por otra parte el autor  cuida mucho. Quizás haya en la parte marinera un excesivo empleo de términos muy técnicos, aunque explicados siempre con notas a pie de página.  Acompaña la edición un sencillo mapa, aunque suficiente, de las tierras caribeñas donde tiene lugar la acción marinera.

En suma: en la novela que cumple el número vigésimo de la Saga, tenemos acción a raudales, tensión, amores, alguna sorpresa en la ficción, explicación histórica peninsular y marinera de ultramar. Navegamos, luchamos, amamos con los protagonistas, que se alternan de modo bastante equilibrado para darnos una amplia y detallada visión de esos tres años que tanta esperanza de avance supusieron para el país,  esperanza truncada y pisoteada por la traición real. Del general Valdés en su forzado exilio final viene a decir el autor por boca del protagonista: Dios, qué buen vasallo, si hubiera buen señor...



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